lunes, 18 de agosto de 2014

Colores del Istmo





Un día escribí unas líneas que a todo quien las leyó le parecieron sombrías. Más tarde me dejé llevar por el optimismo y salieron letras divertidas y alegres. La mayoría de las veces dicen que los escritos que han ido apareciendo por aquí son, cuanto menos, agridulces.

Busqué en mi imaginario colectivo. Realmente lo llevo haciendo mucho tiempo. Cuando tienes cosas muy importantes alrededor que te hacen pensar mucho, algunos tenemos un mecanismo de defensa instalado de serie que nos lleva a tener pensamientos que en otros momentos más tranquilos ni siquiera sabemos que podemos llegar a ellos. A mí agridulce siempre me lleva a un restaurante chino con el consabido cerdo o a comentarios sobre las películas de Isabel Coixet.



Otro día decidí que tenía que ponerle remedio a todo esto. Todo esto considerando que no encontraba problema y es más difícil poner remedio a algo que no ves por dónde sangra que a una herida abierta y a la vista. Ese día pasó y le siguieron otros, incluso semanas. Y me dejé llevar por el día a día del Albergue sin recordar que debía buscar una solución a esto de los colores en los escritos.

Hasta que me encontré con él. Extraño. Contrahecho. Pequeñito. Salvadoreño. Todo estaba en él, aunque no tenga relación. Algún adjetivo más podría poner, pero no es necesario. Él impulsó esto, aunque no sea el protagonista principal, ni sepa nunca que inspiró estas líneas.



- Cuando me deportaron de México y volví a El Salvador, perdí los colores.
- ¿No hay colores en El Salvador?
- Sí los hay, pero son diferentes.
- ¿Por eso has vuelto?
- No. He vuelto porque allí no puedo estar. Me quieren matar. Desde que salí la primera vez.


México tiene mucho color. No conozco El Salvador, pero en México el color te abruma. En el Istmo, los colores son de una intensidad y una variedad que harían palidecer al mismísimo Leonid Afrémov. Mi psicoanalista aquí en Ciudad Ixtepec también palidecería si viera que he metido en un texto en Cooperación Scout a Leonid Afrémov y probablemente ni siquiera sepa quién es. Lleva mucho tiempo advirtiéndome de lo complicado que es seguir alguna de mis referencias y de lo pedante que resultan a veces. Yo me defiendo contándole lo subidito que estoy últimamente desde que salgo en la prensa mexicana como un importante antropólogo y asumiendo que su preparación como psicoanalista pasa por ser simplemente un amigo que acompaña tomando cervezas y que tiene buena conversación. Todo es confuso, peor el Istmo de Tehuantepec tiene color. No como Sevilla y su color especial. El Istmo está lleno de matices cromáticos. Y ha tenido que venir un salvadoreño pequeñito, contrahecho y bastante extraño, a recordármelo.



En el Istmo no existe la escala de grises. Sólo por las noches cuando la iluminación de las calles se hace prácticamente nula para un europeo acostumbrado a farola tras farola en el más pequeño de los pueblos de su tierra. El Istmo ha sacado el rosa en mi piel y el amarillo en algún compañero cuando se ha puesto enfermo. Aquí el cilantro pone verde todos los tacos y el quesillo da el blanco a las tlayudas. En Ciudad Ixtepec los uniformes del OXXO y del Banco Azteca son rojos, los del Coppel amarillos y de Telcell y Movistar azules. Pero los colores de los mandiles de las señoras que sirven tacos, tlayudas y garnachas no sé cómo son porque son multitud y brillan a pesar de la grasa que les cae encima. Piñatas y calendas, velas y celebraciones plenas de bandoleras de papel que dan color a cualquier excusa para festejar algo.

En el Albergue el negro siempre va con el blanco, en los frijoles y el arroz. El agua de Jamaica es roja, pero la horchata o el agua de limón o de pepino dan más gama cromática para acompañar la comida. El tamarindo y el mango, el tequila y el mezcal. Los taxis son verdes o amarillos, pero aparecen muchos rojos o verde y amarillos que vienen de Juchitán. Las combis son blancas con rayas verdes, amarillas y naranjas, aunque también hay combis con rebordes rojos o amarillos. La capilla de la Santa Muerte está llena de vidrios violetas, pardos, negros, morados y las iglesias evangélicas son blancas, pero sus rótulos en las paredes tienen multitud de letras en colores que van del rosa más chicle al peor de los azules.



Las mujeres se bañan con el traje tradicional de tehuana sin pensar que bajo el agua también se aprecia la preciosa combinación de colores de los bordados que caracterizan dicha indumentaria. Los puestos de raspados llenan los ojos de rojos, amarillos, naranjas, pero no pueden competir con los de paletas y nieves que hacen que el arcoiris sea una burda representación incompleta y simplificada el espectro cromático, a la manera de cualquier parlamento.

Los garífunas son lo más negro que se puede ver por el albergue, pero de ellos siempre llama la atención su maravilloso y atlético porte y la alegría y la jarana que son capaces de montar con un simple bidón a la manera de un tambor, aunque esto no tenga nada que ver con el color sino con su sentido del ritmo y la música. Lo más blanco aquí es la camisa del Padre Solalinde y las sonrisas que mis compañeros y compañeras regalan por doquier a pesar de estar rodeados y rodeadas de tanto drama humano un día sí y otro también.




Los sismos que últimamente son de baja intensidad pero diarios, no tienen color, pero el sol de justicia, la limpieza del cielo y las esporádicas (muy, muy esporádicas y muy, muy a nuestro pesar) tormentas tienen el color del inevitable limón, presente en toda comida o bebida que se quiera llamar así, y el de la oscuridad que no sufre de agentes externos que la debiliten.

El rojo, blanco y azul de la bandera estadounidense es el estímulo final de muchas y muchas que lo asumen como el sueño al que aspirar porque no encuentran otra vía a su vida. Y sobre las vías que conducen al sueño (pesadilla) americano cabalga haciendo un ruido infernal de miles de colores tenebrosos, una Bestia que está compuesta por muchos vagones grises, marrones, pardos y blancos que están llenos de colores de equipos de fútbol y propaganda de políticos de las raídas playeras que visten muchos migrantes que van encima.




El otro día pregunté por aquí si no había helados de sabor tutti frutti. Me miraron raro. Me puse las gafas de sol para que los colores no me deslumbraran más de debido, ahora que ya casi los he interiorizado y estoy a punto de abandonarlos camino de retorno a los grises de la Vieja Europa...


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